Conozco gente que dice que con 12 años ya se habían machacado todos clásicos y que su grupo preferido era Einstürzende Neubauten y, no contenta con ello, mantiene que a tan tierna edad era capaz de pronunciar ese nombre con precisión germana (nunca mejor dicho).
La verdad es que queda molón y en más de una ocasión he pensado, como en el chiste: «¡pues lo voy a decir yo también!», y ya está.
Pero el caso es que yo nací jevi a esto del musicón. Mis primeras decisiones de compra (y de robo en El Corte Inglés) tuvieron como protagonistas a Iron Maiden, Scorpions, AC/DC, Judas Priest (¡quiá! me cazaron afanando el Turbo que, además, no me gustó), Accept, Gary Moore, Barón Rojo y demás clásicos metálicos.
Sí, nací jevi al musicón.
El caso, hermanos del metal, y espero que sepáis perdonarme, es que lo abandoné casi por completo. Sí, pequé. Renegué del recto camino. Confieso. Los últimos a los que hice verdadero caso: Metallica.
En buena parte, la responsabilidad fue mía. Descubrí que en este mundo hay muchas más cosas de las que caben entre un índice y un meñique estirados al viento. Eso me hizo diversificar la atención y no hay tiempo para todo.
No obstante, la deriva del propio género ayudó lo suyo a mi voluntario ostracismo metálico. El panorama se llenó de grupos que hacían canciones de 12 minutos en las que 13 eran un sólo de guitarra de los de récord de velocidad ¡y con tapping, qué horror!; proliferaron los cantantes que medían su calidad en la duración del grito; aparecieron grupos que presumían, ¡presumían, sí!, de tener al frente féminas venidas del mundo de la ópera; o, en el extremo opuesto, los de la voz gutural indistinguible de un grupo a otro. Y los dobles bombos galopantes, ¡oh Dio, líbrame de este cáliz!.
En fin, también estaban los de «el jevi no es violencia». Pues si no es violencia, por mi parte podéis volar al valhalla ensartados en excalibur a hablar con Odin en el teatro de los sueños. ¡No me interesa!.
Así pasaron años en los que me dedicaba a otros géneros, volviendo esporádicamente a los clásicos mencionados, hasta que, tras todo ese tiempo ajeno por completo a la evolución del metal (y seguro que perdiéndome muchísimas cosas), gracias a mi actividad fotográfica, caí en un concierto, con cartel doble, de High on fire y Mastodon. Y, ¡oh, amigos!, vi la luz. Aquello sí era metal de mi gusto. Metal para aberrar, para desbarrar, para desahogar, para comulgar en rito tribal. El reverso tenebroso de ese metal para escuchar, para medir compases y contar digitaciones por segundo y que tan poco me gusta.
Desde entonces, he disfrutado delante de mi cámara unos cuantos grupos de esta estirpe. Entre ellos, el pasado día 22 en el Kafe Antzokia, Red Fang, acompañados de The Shrine y Lord Dying.
Éstos últimos, que fueron los que abrieron la noche, no me dijeron gran cosa, la verdad. Dieron rienda suelta a varios de los tics que me hacen torcer el morro. Doble bombo y tapping entre ellos. No es lo mío.
The Shrine me devolvieron al círculo de confort. Guitarra tipo Les Paul, bajo Rickenbaker, amplis Orange, ¡bombo simple! y solos con fuzz y wah-wah. A pesar de su dureza, acarician con frecuencia estilos rockeros setenteros, acercándose también a conceptos Kilmisterianos o de otros power tríos metálicos en los que la querencia por el viejo boogie aflora de cuando en cuando. Por estilo, fueron lo más cercano a mis gustos actuales y habrían sido, fácilmente, mis preferidos de la noche si Red Fang no hubieran estado a la altura que lo hicieron: concretamente al 11.
Con los amplis en modo «onda de choque» los 4 de Portland se aplicaron en hacer bailar los cerebros dentro de nuestros cráneos. «Demoledores» es la palabra que más he leído en las crónicas de sus conciertos y, la verdad, soy incapaz de escapar del epíteto: demoledores es lo que son. En vez de instrumentos parece que portan martillos neumáticos afinados, y con ellos consiguen que la concurrencia se encienda en pogos enajenados.
Pin-pan, pin-pan, te devuelven, riff a riff, a la más fogosa adolescencia y te dan unas ganas locas de hacer air drumming y, si una cabeza pasa inadvertida por delante, ¡plonk!, y a por la siguiente, que aquí estamos para desahogar furor hormonal.
¡Oh, sí! El jevi sí es violencia. Debe serlo.
A base de decibelios guitarreros y hooliganescos estribillos consiguieron hacer inservibles los etymotic y mi tinnitus acabó convertido en una sirena de campo de concentración durante un par de días… ¡y qué a gusto, joder!.
Este fue el setlist con el que nos hicieron vibrar (literalmente):
Las galería completas: